Benelli 500 Corsa: Una MotoGP del 70, Tributo a Pasolini
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Benelli 500, Renzo Pasolini, una moto y un piloto que fueron capaces de vencer a los intocables: Agostini y su MV Agusta. Una moto que representa todo un testimonio de una de las épocas más románticas del motociclismo. Cuarenta años después, la hemos probado en Super7 para vosotros (Sigue Leyendo).
Se plantó por un momento frente a ella con su porte elegante y le lanzó un guiño tras sus lentes de intelectual. Fue como una clave, o tal vez una promesa: “Ahora vuelvo. No te impacientes”. Y se dio media vuelta para alejar su talle delgado con paso ceremonioso, mientras se acoplaba el casco a la cabeza para apelmazar su pelo ensortijado. Allí quedó la gran dama, aguardando su turno, esperando el gran momento…, un momento que jamás llegó.
Aquella mañana del 1.973…
La fritura de una megafonía casi prehistórica servía de fondo a las palabras de un Speaker, que aún sonaban para todos los europeos con el timbre panfletario de un pasado inmediato y transgresor, vivido entre manifiestos y proclamas libertarias, tan idealistas como inútiles, tan bellas como ese fondo insoldable del ser humano al que aludían. Una megafonía que esparcía las palabras transalpinas de un ferviente locutor con tics histéricos, y que llevaban a vivir al apasionado de la moto, allí presente, el largo tramo de cada vuelta que no podía contemplar con sus propios ojos.
Era una mañana de la mediterránea primavera, un veinte de mayo. El sol bañaba desde hacía ya algunas horas el templo italiano de la velocidad. Así es, el Vaticano de las carreras extendía una vez más su vertiginoso trazado para acoger, en esta ocasión, la edición de 1.973 de su Gran Premio de Las Naciones.
Templada y solemne, con esa planta distinguida que raya en el límite de la arrogancia y que otorga la elegancia a las grandes señoras desde la cuna, la Benelli 500 Corsa aguardaba su momento, el plato fuerte de la mañana, cuando el sol rayaba sobre el cénit de un cielo cristalino. Aún debería alargar su espera casi una hora más hasta la llegada del toque para acudir a la parrilla de la categoría estelar en el santuario de la velocidad. Mientras el megáfono plantado frente a su box, pasaba lista, con palabras del más épico italiano, a la hilera de motos que surcaba el trazado, completando la vuelta de reconocimiento, hasta reunirse en riguroso orden detrás de la línea de salida y dibujar así sobre de la recta la formación de las 250.
Su piloto se había ganado a pulso la pole en otro duelo de cronómetros, a cara de perro, con su rival natural, con el émulo de todas sus proezas: Jarno Saarinen, El Finlandés Volador, destacado en la historia del motociclismo por introducir ese estilo (en origen: estilo finlandés) de subrayada plasticidad que descuelga al piloto de la máquina como el patinador de su pareja en cada curva de la pista.
Renzo, Renzo Pasolini, había ganado la pole de dos y medio, con el inefable finlandés ocupando la segunda plaza, pegado a su rebufo.
El conjunto de pilotos que compondría la parrilla empezó a asomar a la recta por el extremo final del largo curvone, una parabólica de radio casi constante, que se cerraba en su último tramo, tras un paso por curva de escalofrío sobre aquellos neumáticos, tan estrechos como un esquí, para catapultar a los pilotos hacia la recta de meta, que en su día fue la más rápida de todo el Continental Circus.
La Benelli de medio litro, aquella patricia romana de la categoría reina, que se permitió ganar la temporada anterior, nada menos que a la MV Agusta de Agostini, escuchaba desde el box las palabras que el altavoz vomitaba con una excitación que rayaba en lo irracional, antes siquiera de que arrancaran las 250. Finalmente, un grito destemplado, que provocó el sobresalto en la trastienda de los boxes, anunció por fin la salida de la carrera. Tal y como narraba aquella voz exaltada, Pasolini se perdió de inmediato por el fondo, despareció en una abrir y cerrar de ojos de la perspectiva que alcanzaban los espectadores de la gran tribuna. Tan sólo se mantuvo en su retina, como referencia y durante unos instantes, el estrecho colín, blanco y cruzado por una franja roja, de Saarinen, que salió como un galgo tras la liebre italiana, para mantenerse a unos escasos metros de él, recibiendo sus turbulencias y a punto de acalzar el vacío de su rebufo. Al alcanzar el final de la recta, llegó la Gran Curva de Monza: Una leyenda de arrojo y a la vez de precisión para los pilotos, un viraje ultrarrápido de esos que dicen los astros históricos de la velocidad que son los que guardan la bolsa de tiempo más valiosa. Una curva, en fin, donde se destacan los más valientes.
Renzo entró en ella allanando el pecho sobre el depósito y escondiendo su casco Cromwell tras la cúpula del carenado; sacó la pierna, con ese efecto funámbulo del motorista para cuadrar su HD en la trazada y se dejó llevar por el frenesí de aquella primera vuelta, por una fuerza diabólica que buscaba la velocidad máxima, por un deseo ambicioso que se traducía en una voraz obsesión por el triunfo. Prácticamente antes de que las manos de Renzo percibieran en el manillar la falta de apoyo, hasta sus sentidos llegó el vacío de una caída que hoy día provoca el pánico tan sólo con imaginarla, una caída que da miedo tan sólo antes de sentarse a describirla. Renzo Pasolini dejó allí su vida, de forma instantánea, aquella negra mañana del 20 de Mayo de 1.973 en el circuito de Monza.
La versión inicial dice que había aceite en la curva, derramada, al parecer, precisamente por la Benelli 350 de Walter Villa en la carrera anterior; de hecho se produjo un altercado en la misma curva, antes de que se diera la salida al cuarto de litro, entre periodistas y comisarios que requirió la intervención de los carabinieri. Finalmente, una investigación de la Procura de Della Repubblica de Monza reveló que la Harley Davidson de Renzo Pasolini gripó en el paso por el curvone, en plena inclinada, llevándole irremisiblemente al suelo. Saarinen, absolutamente ciego, obsesionado con su punto de mira puesto, como el de un caza, en el colín del italiano, no pudo evitar el choque. El gran Jarno Saarinen cayó detrás de Renzo, y aquel Finlandés Volador, por desgracia para el motociclismo, también nos dejó allí para siempre. Las motos de los dos primeros chocaron contra las protecciones de entonces y volvieron a la pista impulsada por un efecto de rebote y provocando una de las caídas más masivas que se recuerdan en la historia de las carreras. Entre aquellos pilotos que también cayeron en aquella mañana maldita sobre el Curvone de Monza, estaba incluso nuestro añorado Víctor Palomo.
La gran dama del medio litro quedó en su box, absolutamente sobrecogida, después de escuchar la desgarradora narración del speaker propagada por aquella trompeta gigante aferrada a la pared. La imponente Benelli 500 Corse, verde y plata, con los cuatro pistones mudos en su seno, quedó desolada esperando para siempre una carrera que nunca llegó.
Ahora, en Super7, hemos tratado, a nuestro modo y con el más venerable de los respetos, sacar de su eterna espera a esa gran dama, 41 años después. Majestuosa, como todas las grandes; sobria y solemne, como cualquier dama que se precie; altiva, porque de su noble casta de Gran Premio y de su aristócrata origen de fábrica no se puede esperar menos, y de porte distinguido porque su ceñidísima exclusividad se lo permite sobradamente, la Benelli 500 Corse, Tributo a Renzo Pasolini vino a nuestro encuentro una tarde de otoño limpia y apacible, como exigía el momento solemne que íbamos a vivir.
Alejandro, un apasionado del mundo clásico, con un entusiasmo difícil de superar, incluso en ese entregado apartado de la moto, se presenta en nuestro querido circuito de FK-1 al término de uno de nuestros cursos de conducción. Abre el portón de su furgón y nos descubre el imponente frontal de su joya histórica. Acto seguido, la hace descender por la rampa y la coloca centrada sobre su alfombra a juego, con el escudo de Benelli impreso, con idéntico mimo que si manipulara el manuscrito original de un libreto de Verdi.
Me acerco hasta él para estrecharnos la mano con efusividad y ya, desde el primer momento, le percibo con un nerviosismo concentrado, como si pesase sobre él la responsabilidad de anfitrión en evento decisivo, donde nada puede fallar. Y así comienza a darme las primeras explicaciones, con el mismo tono acelerado que se antoja como un contagio del propio carácter de la Benelli.
-¿Es la moto oficial de 500?
-No, no –se apresura a aclararme-. Es una carreras-cliente. Benelli hizo esta 500 Corsa a semejanza del prototipo oficial…
-De la moto de Passolini.
-Eso es, Benelli fabricó unas pocas unidades como ésta para los pilotos privados.
Y me quedo observándole mientras hace un pequeño despliegue de mesa, silla y herramientas alrededor de su preciada reliquia. En ese momento, veo la oportunidad para excusarme y acercarme hasta el lavabo, situado, precisamente, al otro extremo de los boxes.
-Bien yo termino de colocarlo todo y luego la voy calentando un poco –me explica sin levantar la mirada de su Tributo a Pasolini.
Cuando me hallo en ese momento de alivio del que uno no debe hablar por obvio pudor, siento contra la puerta del retículo un estallido sonoro que no esperaba, que no imaginaba y que irrumpe cortando en seco mi momento de relax con un sobresalto. Salgo del excusado y entonces llega hasta mis oídos, sin contenciones ni atenuaciones, aquel sonido único con cada golpe de acelerador. Es mucho menos ronco de lo que había imaginado observando los cuatro megáfonos, cuatro tubos que conectan directamente con el corazón de ese cuatro cilindros, con el alma de unas carreras que escribieron la épica de un motociclismo romántico que tal vez ya nunca vuelva. Si, la verdad es que no se escucha como un sonido profundo y cavernoso, no, pero tampoco es agudo, desde luego. Y se preguntará el lector, llegado este punto, a santo de qué dar tanta vuelta para hablar, al fin y al cabo, del ruido que hace una moto. Pues es porque el sonido de esta Benelli Réplica 500 es un elemento representativo de la personalidad y del carácter que marca toda una época; es la música que sonaba durante de las carreras de la categoría reina en circuitos como el propio Monza, Opatija, Nurburgring, Clemont Ferrand, Aderstop o Imatra. Ya, pero ¿si no es grave ni aguda, cómo es esa partitura que interpretan los cuatro megáfonos de la Benelli tributo a Pasolini? Pues es una nota abierta… Um… Creo que ya lo tengo: Es como un grito que se expande de inmediato en el aire, el grito de una vocal abierta, de una A larga, propagada en el espacio como el grito de Robert Plant (Led Zeppelin) en el arranque de Immigrant…, es el grito salvaje y a la vez melodioso del rock de los setenta que envuelve y transporta ahora en el tiempo a toda una generación hasta sus años de Paz y rechazo a la Guerra, hasta aquellos tiempos en los que se hablaba algo más de cine, de cantautores, de libros –e incluso de filosofía- y algo menos de fútbol; una época en la que el espectador –escasísimos en España- se sentía como el propio piloto en el circuito, sentado en su moto y viviendo con él cada trance de la carrera; una época en la que el motorista de la calle veía en ese piloto una prolongación de sí mismo y también un estandarte de la pasión que ambos sentían; algo a años luz del hincha que luce en su camiseta, o que eleva al aire una bandera, con los colores del más simpático, del más guapo, del que cae mejor o, en definitiva, del que proyecta la imagen más comercial delante de una cámara.
Así pues, a medida que me acerco a la Benelli de Alejandro, que calienta concienzudamente, con cada golpe acompasado del acelerador, subiendo el motor de aquella joya hasta el techo del régimen para dejarlo caer hasta acercarse al último pálpito, me dejo envolver por su sonido, por esa A gritada al cielo de Castilla. Todo resulta mucho más sencillo al trasladarme con la imaginación a 1973, comprendiendo mucho mejor este tributo al irrecuperable Pasolini que ruge delante de mí.
-Esta moto no frena en frío. Tienes que calentar el tambor hasta que empiece a agarrar la mordaza.
Me explica Alejandro mientras miro atento y sorprendido el diámetro descomunal de ese tambor con las cuatro levas repartidas por sus costados.
-A los neumáticos les pasa lo mismo –y observo incrédulo la escasez del 120 trasero (Sí…, he escrito bien, 120 trasero, no delantero)-. Eso sí: una vez que coge temperatura, es como un chicle: Se agarra una barbaridad.
Y al repasar con la mirada ese dibujo a base de unas eternas estrías en zigzag que, simplemente, siento una grima que me sacude por dentro, recordando a aquellos neumáticos a los que hace muchos años llamábamos “sin fin” porque su pétrea textura los hacía absolutamente inconsumibles.
Una vez concluidos todos los preparativos, Alejandro se encarama a la Benelli, embutido en su mono oficial de la época y se dispone a salir a pista, conmigo detrás, siguiéndole muy atento sobre otra moto de otra era, de un momento de la moto que sumerge a la Benelli de Pasolini en el neolítico del motociclismo.
Nos ponemos en marcha por el pit line con la mirada atenta y curiosa de los alumnos de Super7, que a esa hora descansaban en el entreacto de sus últimas tandas libres. Colocado justo detrás de los cuatro megáfonos, recibo todo su impacto de lleno, que por fin, cuando Alejandro estira una de las marchas, suenan como las trombas de una orquesta lanzando al aire, como saetas, cada nota de la Cabalgata de las Valkirias. El vello se me eriza y el corazón se me estremece cuando siento un cosquilleo en los tímpanos con no sé cuántos decibelios apretados contra las trompas de Eustaquio de mis oídos. ¡Qué extraño placer masoquista! Se dirá el lector más joven, y tiene todas las justificaciones para pensar así; pero, a pesar de ello, voy a tratar de transmitirle en este reportaje cuál es la compensación que recoges después de haberte quedado prácticamente sordo al lado o a bordo de esta joya histórica.
Bien. Alejandro inicia su primera vuelta calentando el freno y los neumáticos a base de tracción, con pequeños movimientos, al aposentarse sobre la Benelli, que transmiten esa misma inquietud que despendía en parado, preparando la pequeña parafernalia para el reportaje. Y al llegar a la doble de izquierdas, se descuelga del asiento para marcar una figura sobre la Benelli que, tal vez resulta de mi fantasía azuzada por la pasión contagiada que he empezado a sentir, pero que me recuerda al rival de Pasolini, a Jarno, apuntando al frente con la rodilla y manteniendo la cabeza bien alta tras la cúpula.
Así fui fijando toda mi atención en los particulares detalles del pilotaje de una moto tan extraña hoy día; pero simultáneamente me iba trasladando a aquella época en la que yo mismo vivía con pasión adolescente el motociclismo del momento a través de las revistas. Así es que, tres vueltas después, cuando nos detuvimos en boxes y me apeé del último modelo de 2014 que acababa de conducir tras la estela de la histórica Benelli, mi mente se transforma. Me siento de repente como un actor a punto de encarnar el pretérito papel de un libreto clásico: Mi mono Danrow, con protecciones de kevlar, mis botas de plástico y piel tratada y mi casco integral de carbono, con su spoiler resaltado, se quedan esperando otro momento el pit line, otra ocasión, porque ahora, mentalmente, me enfundo un mono liso de piel negra, con otros trozos de piel sobre las rodilleras, coderas y culeras; me calzo unas botas de caña, también en cuero negro, y me pongo un casco Cromwell, que deja parte del cráneo y las orejas cubiertos por la pieza de piel que le hace de faldón, y un pañuelo me cubra la boca bajo unas gafas de aviador.
Por fin llega el momento solemne de colocarme a los mandos la Benelli 500. El asiento es una tabla y queda muy abajo, dejando mis piernas en ángulo recto, casi con los pies plantados en el suelo. La perspectiva es extraña, con el depósito largo, recto y estrecho, y la culata sobresaliendo por sus costados, debajo de él, para que todo lo envuelva la forma curva, voluptuosa, de un carenado en fibra de vidrio. Un cuentarrevoluciones de fondo blanco con las cifras en negro se centra entre los dos semimanillares cromados.
Me agarro a ellos y Alejandro me anima a que pulse el botón de arranque. Tomo aire y aprieto el pulgar sobre el punto rojo. El sonido hace vibrar la chapa del tejadillo que nos cubre del sol mientras su música me envuelve para dejarme levitando en el tiempo. Ahora sí que termino de creerme mi papel, ahora sí que me siento como un piloto de los setenta.
Alejandro me recuerda con señas que no hay ralentí, que le dé gas; pero yo, embelesado por el momento, dejo mi muñeca ausente y, finalmente, el cuatro cilindros se para. Él me ofrece una sonrisa de condescendencia, al borde de la propia risa, y es él mismo quien vuelve a pulsar el botón rojo. El rugido de la Benelli vuelve a retumbar contra el muro del pit line, y ahora sí, ahora mantengo y acompaso esa música del setenta a golpe de gas, girando la muñeca como si se hubiese convertido en una batuta que marca el compás de tres por cuatro. Tiro de embrague y bajo la palanca para poner la primera (en aquella época no existía el cambio invertido). Suelto la maneta sintiendo el primer empuje de una auténtica pura sangre, de una verdadera moto de gran premio con más de cuarenta años guardados entre sus cárteres. Me he puesto en marcha.
Al enfilar el pit line, un sentimiento cruzado me llenaba el espíritu. Por un lado una vibrante emoción al vivir un momento tan privilegiado como irrepetible, y por otro una tremenda responsabilidad, que pesaba como un lastre de plomo sobre el ímpetu que pudiera brotar dentro de mí como fruto de esa misma emoción. Por eso abrí poco a poco el gas, dejé subir apenas un cuarto el recorrido del cuentarrevoluciones y cambié a segunda de inmediato. La estiré un poco más y me sentí envuelto en volandas por la fuerza de ese bramido que manaba por los cuatro megáfonos hasta llegar a la redonda del fondo con el mismo margen que si fuese haciendo turismo. Tiro de freno. ¿He escrito “Tiro”? Sí, tiro, tiro más y cuando el larguísimo recorrido de la maneta está a punto de agotarse, tengo en la mano la misma sensación que si apretase un trozo de corcho blanco. Es entonces cuando la Benelli retiene discretamente su marcha. Es el momento de recordar las explicaciones de Alejandro describiendo cómo el freno va cogiendo cuerpo a media que se calienta, algo que en los primeros metros de esta toma de contacto me exige un verdadero acto de fe, y a partir de esa curva paso la primera vuelta preocupado de mantener el motor en un régimen digno para que no caiga de vueltas en cualquiera de los cerradísimos virajes que guarda el trazado de FK-1; manteniendo en mi mente la tarea de calentar el freno en cada oportunidad que se me presentase.
Completo la primera vuelta encarando la recta de meta, un espacio en el que la responsabilidad da un respiro a mi muñeca derecha y, con él doy rienda suelta a aquel tetraciclíndrico que había sentido sujeto y reprimido durante el tránsito por la mayoría de las curvas.
Cuando alargo la primera marcha me doy cuenta de que una moto así, con un sonido como ése, el cuentarrevoluciones sólo sirve para confirmar que estás en el punto exacto de la partitura que estás escuchando. Este motor se pilota de oído, o más bien con las vibraciones que hace sentir en tu corazón cuando lo acelera al ritmo de Locomotive Breath, de Jethro Tull. Qué duda cabe de que, así, se siente la aceleración de una forma mucho más intensa, amplificada, qué duda cabe de que la sientes correr por las venas.
Estiro segunda, cambio a tercera lo más rápido que soy capaz y la alargo, la aguanto con el final de la recta echándoseme encima. Llego a poner cuarta por un momento, pero más que nada para que el motor respire. Corto gas y el cuatro cilindros de la Benelli interpreta entonces otras notas, que suenan como un quejido quebrado, como un lamento que surge desde las entrañas del motor reteniendo. Tiro de la maneta derecha, y esta vez encuentro en la mano un cuerpo algo más lleno del freno que sujeta la Benelli, ayudado por el tambor trasero y también por la resistencia del tetracilíndrico al reducirle dos marchas.
La entrada en la curva, llegando a buena velocidad, se hace con mayor facilidad de lo que hubiera supuesto, y la Benelli gira con una inesperada docilidad a la primera insinuación del contramanillar. Al entrar en la redonda, tengo la sensación de llevar demasiada velocidad, de que me voy a consumir la trazada; pero decido llevar a cabo un acto de fe y no tocar más el freno. Opto por dejar correr la moto y, efectivamente, la Benelli acata la orden del manillar a lo largo de la redonda con la nobleza de un Vitorino tras la muleta en un pase de pecho. Sin embargo no me atrevo a inclinar con ella, quiero decir que no me da confianza para tirarme al asfalto. Las dos ruedas me trasmiten un agarre excepcional, pero al mismo tiempo me siento en vilo, caminando sobre una estrecha franja en la que apenas me cabe el pie, y es que, en realidad, el equilibrio se sustenta sobre un ancho de goma que no llega a los dos tercios de lo que estamos usamos hoy día. Es una cuestión de fe, y finalmente me atrevo a lanzarme, aunque con bastantes reservas aún, a la curva más abierta de FK-1, un codo por el que se pasa con el gas peinado. Es entonces cuando un brote de admiración, y de sobrecogimiento a la vez, surge dentro de mí. La sensación de pasar inclinando la Benelli, con los cuatro megáfonos bramando su grito abierto, me eriza el vello y me tuerce el gesto al sentir un escalofrío; pero también pienso en Pasolini, y en aquellos pilotos de su época, y trato de imaginarme lo que sería el paso vertiginoso de esta moto por trances tan rápidos como el carrusel de Nurburgrin o el Eau Rouge de Spa; porque este motor estira y estira hasta llevar la moto más allá de los 250 por hora.
Desde luego nadie va a poner ahora en cuestión el valor de cualquier piloto. Un piloto siempre lo ha mostrado, de una manera u otra, a lo largo de los tiempos, y ahora también, tampoco vamos a traer a este reportaje el manido tópico de “Tiempos pasados siempre fueron mejores”, pero no puedo dejar de pensar, después de pasar apenas a 90 por hora, más vertical que un centinela, por esa curva abierta de FK-1 –la única- lo que tuvo que ser hacer algunos virajes al doble de velocidad, o más, con el carenado y los escapes de esta Benelli rozando un asfalto que se antoja ahora como un adoquinado al lado del pavimento de cualquier circuito de 2014. Lo que tenía que ser pasar junto a los acantilados de Opatija con el mono de entonces –con la protección de poco más que una chaqueta de vestir de hoy día- rozando la roca y con la cara cubierta con un pañuelo bajo un casco que era poco más que una chichonera.
Después de la contrarrecta, corto gas y bajo una marcha. Entonces pongo especial atención en la magia que me envuelve. Con el sonido del motor reteniendo, puedo sentir el canto de cada pistón, y me dejo mecer luego por su música a medio tono, con el pelo del gas, en un vaivén sobre la larga serie de enlazadas que finalmente desemboca en la línea de meta. Entonces, cuando estoy rematando la parabólica que te deposita en la recta, se me plantea un dilema: Todo lo que me inspira esta moto es admiración y un respeto que raya casi en la veneración; por eso un simple arañazo sería inconcebible, una rotura no tendría cabida ni en la peor de mis pesadillas y una caída representaría mi condenación eterna como motorista. Por eso el respeto y la veneración, en un principio, se ven reflejados en la cautela y en una precaución; pero, por otro lado, ¿no representa una falta de consideración conducir pausadamente esta moto concebida, aunque haga casi medio siglo, para ganar carreras? ¿No es acaso una falta de respeto reprimir con mano indolente el brío, la garra que representan una casta extinguida, llevando este motor de gran premio a ritmo de scooter urbano? ¿No representaría casi un insulto conducirla por una pista a ritmo de moto-almuerzo? Sí, pienso que sí, que ni es de recibo, ni es respetuoso y ni siquiera es justo; así es que en cuanto remato la trazada de la parabólica y se empieza a abrir ante mí perspectiva el amplio panorama de la recta, enrosco el puño sin contemplaciones y trato de agazaparme tras la bóveda que forma la cúpula de la Benelli. El motor saca entonces todo su genio y parece desatarse sobre la pista una diabólica tempestad. Subo y subo de vueltas hasta que, al llevar la aguja sobre la línea roja, el grito abierto de la Benelli parece resquebrajar el aire. Cambio a la siguiente marcha y gas de inmediato, con todo el puño girado mientras los rostros asombrados de los improvisados espectadores que se asoman al muro quedan a mi lado como fotogramas impresos en una película que pasa a cámara rápida. Estiro la marcha y el muro se acaba, pero aún mantengo el motor en ascensión, gritando a cielo abierto; y tengo que mantenerlo así hasta el final, hasta ver cómo la redonda del fondo viene a por mí como la tierra a por al paracaidista, para en el último momento tirar de la anilla, tirar de la maneta. Entonces sí, después de cortar gas, al echar la mano al freno, siento cómo las mordazas han cogido su volumen dentro del tambor y la frenada se muestra consistente, llena, con suficiente potencia y con una inesperada precisión. Una marcha fuera, dos y otra vez el lamento nacido de las profundidades del tetracilíndrico. Suelto el freno, ya metido en la redonda y aún a buena velocidad, y la Benelli gira con sólo insinuárselo para llevarme a lo largo del viraje transmitiéndome la sensación de un carrusel corriendo sobre sus raíles. Es la marcha de los setenta sobre una pista de carreras, y una satisfacción me invade cuando por fin he logrado inhibirme y sentirla, al menos en un breve trance del circuito. Completo la vuelta y decido sin más retirarme a boxes. Es suficiente, ahora sí que no conviene dejarse arrastrar por la tentación, ya lo he sentido, ya he vivido un sueño en el pasado sobre esta Benellí tributo a Renzo Pasolini, me he emocionado y he vibrado sobre ella, y siendo así, a un quemado le resulta muy fácil calentarse y hacerlo sobre una reliquia así estimo que también representa una falta de respeto.
Aun me quedo un rato charlando con Alejandro mientras muestra su jovial entusiasmo en cada explicación que me da sobre el laborioso y costoso mantenimiento para tener su joya a punto en cada carrera de clásicas de ese nutrido campeonato, todo un lujo en los tiempos que sufrimos, que se disputa en Castilla León.
Ya de vuelta a casa, ese sonido, libre y salvaje, aún rondaba en mi cabeza como un signo de identidad del setenta para acompañarme durante todo el viaje. Un sonido abierto que se esparcía entre los bosques y las colinas de los circuitos, entre las tiendas de campaña y las furgonetas Transporter, y que me había envuelto esta tarde para llevarme a una época que hace unos cuantos años, antes justo del cambio de siglo, se nos antojaba a muchos irrepetible, después de vivir varias décadas envueltas por la acompasada estridencia de las dos tiempos, únicamente endulzada por el tránsito, fugaz y exótico, de la Honda NR 500 que pilotó Katayama y también Spencer. Pero entonces…, con el cambio de milenio, empezamos a escuchar en las pistas una amalgama de sonidos muy semejante a la que se vivió en 1974 y 75, una época en la que se aclaró la voz de las carreras hasta sonar aguda al unísono con el petardeo de los tabarros; pero a partir de dos mil se fue uniformando para volver al sonido limpio y profundo de los megáfonos, y las motoGPs trajeron de nuevo a las pistas esos gritos abiertos al cielo como el de esta Benelli 500 Corsa, tributo al venerado y llorado Renzo Pasolini.
Con nuestro Agradecimiento a Alejandro Fernández Mancebo de ServiMoto Center Cundo
Tomás Pérez
La Benelli 500 en el FK1