Benelli 500 Corsa: Una MotoGP del 70, Tributo a Pasolini

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Benelli 500, Renzo Pasolini, una moto y un piloto que fueron capaces de vencer a los intocables: Agostini y su MV Agusta. Una moto que representa todo un testimonio de una de las épocas más románticas del motociclismo. Cuarenta años después, la hemos probado en Super7 para vosotros (Sigue Leyendo).

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Se plantó por un momento frente a ella con su porte elegante y le lanzó un guiño tras sus lentes de intelectual. Fue como una clave, o tal vez una promesa: “Ahora vuelvo. No te impacientes”. Y se dio media vuelta para alejar su talle delgado con paso ceremonioso, mientras se acoplaba el casco a la cabeza para apelmazar su pelo ensortijado. 250px-Renzo PasoliniAllí quedó la gran dama, aguardando su turno, esperando el gran momento…, un momento que jamás llegó.

Aquella mañana del 1.973…

La fritura de una megafonía casi prehistórica servía de fondo a las palabras de un Speaker, que aún sonaban para todos los europeos con el timbre panfletario de un pasado inmediato y transgresor, vivido entre manifiestos y proclamas libertarias, tan idealistas como inútiles, tan bellas como ese fondo insoldable del ser humano al que aludían. Una megafonía que esparcía las palabras transalpinas de un ferviente locutor con tics histéricos, y que llevaban a vivir al apasionado de la moto, allí presente, el largo tramo de cada vuelta que no podía contemplar con sus propios ojos.

Era una mañana de la mediterránea primavera, un veinte de mayo. El sol bañaba desde hacía ya algunas horas el templo italiano de la velocidad. Así es, el Vaticano de las carreras extendía una vez más su vertiginoso trazado para acoger, en esta ocasión, la edición de 1.973 de su Gran Premio de Las Naciones.

descargaTemplada y solemne, con esa planta distinguida que raya en el límite de la arrogancia y que otorga la elegancia a las grandes señoras desde la cuna, la Benelli 500 Corsa aguardaba su momento, el plato fuerte de la mañana, cuando el sol rayaba sobre el cénit de un cielo cristalino. Aún debería alargar su espera casi una hora más hasta la llegada del toque para acudir a la parrilla de la categoría estelar en el santuario de la velocidad. Mientras el megáfono plantado frente a su box, pasaba lista, con palabras del más épico italiano, a la hilera de motos que surcaba el trazado, completando la vuelta de reconocimiento, hasta reunirse en riguroso orden detrás de la línea de salida y dibujar así sobre de la recta la formación de las  250.
Su piloto se había ganado a pulso la pole en otro duelo de cronómetros, a cara de perro, con su rival natural, con el émulo de todas sus proezas: Jarno Saarinen, El Finlandés Volador, destacado en la historia del motociclismo por introducir ese estilo (en origen: estilo finlandés) de subrayada plasticidad que descuelga al piloto de la máquina como el patinador de su pareja en cada curva de la pista.
Renzo, Renzo Pasolini, había ganado la pole de dos y medio, con el inefable finlandés ocupando la segunda plaza, pegado a su rebufo.

imagesEl conjunto de pilotos que compondría la parrilla empezó a asomar a la recta por el extremo final del largo curvone, una parabólica de radio casi constante, que se cerraba en su último tramo, tras un paso por curva de escalofrío sobre aquellos neumáticos, tan estrechos como un esquí, para catapultar a los pilotos hacia la recta de meta, que en su día fue la más rápida de todo el Continental Circus.
La Benelli de medio litro, aquella patricia romana de la categoría reina, que se permitió ganar la temporada anterior, nada menos que a la MV Agusta de Agostini, escuchaba desde el box las palabras que el altavoz vomitaba con una excitación que rayaba en lo irracional, antes siquiera de que arrancaran las 250. Finalmente, un grito destemplado, que provocó el sobresalto en la trastienda de los boxes, anunció por fin la salida de la carrera. Tal y como narraba aquella voz exaltada, Pasolini se perdió de inmediato por el fondo, despareció en una abrir y cerrar de ojos de la perspectiva que alcanzaban los espectadores de la gran tribuna. Tan sólo se mantuvo en su retina, como referencia y durante unos instantes, el estrecho colín, blanco y cruzado por una franja roja, de Saarinen, que salió como un galgo tras la liebre italiana, para mantenerse a unos escasos metros de él, recibiendo sus turbulencias y a punto de acalzar el vacío de su rebufo. Al alcanzar el final de la recta, llegó la Gran Curva de Monza: Una leyenda de arrojo y a la vez de precisión para los pilotos, un viraje ultrarrápido de esos que dicen los astros históricos de la velocidad que son los que guardan la bolsa de tiempo más valiosa. Una curva, en fin, donde se destacan los más valientes.