Benelli 500 Corsa: Una MotoGP del 70, Tributo a Pasolini - Un Momento Mágico
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Nos ponemos en marcha por el pit line con la mirada atenta y curiosa de los alumnos de Super7, que a esa hora descansaban en el entreacto de sus últimas tandas libres. Colocado justo detrás de los cuatro megáfonos, recibo todo su impacto de lleno, que por fin, cuando Alejandro estira una de las marchas, suenan como las trombas de una orquesta lanzando al aire, como saetas, cada nota de la Cabalgata de las Valkirias. El vello se me eriza y el corazón se me estremece cuando siento un cosquilleo en los tímpanos con no sé cuántos decibelios apretados contra las trompas de Eustaquio de mis oídos. ¡Qué extraño placer masoquista! Se dirá el lector más joven, y tiene todas las justificaciones para pensar así; pero, a pesar de ello, voy a tratar de transmitirle en este reportaje cuál es la compensación que recoges después de haberte quedado prácticamente sordo al lado o a bordo de esta joya histórica.
Bien. Alejandro inicia su primera vuelta calentando el freno y los neumáticos a base de tracción, con pequeños movimientos, al aposentarse sobre la Benelli, que transmiten esa misma inquietud que despendía en parado, preparando la pequeña parafernalia para el reportaje. Y al llegar a la doble de izquierdas, se descuelga del asiento para marcar una figura sobre la Benelli que, tal vez resulta de mi fantasía azuzada por la pasión contagiada que he empezado a sentir, pero que me recuerda al rival de Pasolini, a Jarno, apuntando al frente con la rodilla y manteniendo la cabeza bien alta tras la cúpula.
Así fui fijando toda mi atención en los particulares detalles del pilotaje de una moto tan extraña hoy día; pero simultáneamente me iba trasladando a aquella época en la que yo mismo vivía con pasión adolescente el motociclismo del momento a través de las revistas. Así es que, tres vueltas después, cuando nos detuvimos en boxes y me apeé del último modelo de 2014 que acababa de conducir tras la estela de la histórica Benelli, mi mente se transforma. Me siento de repente como un actor a punto de encarnar el pretérito papel de un libreto clásico: Mi mono Danrow, con protecciones de kevlar, mis botas de plástico y piel tratada y mi casco integral de carbono, con su spoiler resaltado, se quedan esperando otro momento el pit line, otra ocasión, porque ahora, mentalmente, me enfundo un mono liso de piel negra, con otros trozos de piel sobre las rodilleras, coderas y culeras; me calzo unas botas de caña, también en cuero negro, y me pongo un casco Cromwell, que deja parte del cráneo y las orejas cubiertos por la pieza de piel que le hace de faldón, y un pañuelo me cubra la boca bajo unas gafas de aviador.
Por fin llega el momento solemne de colocarme a los mandos la Benelli 500. El asiento es una tabla y queda muy abajo, dejando mis piernas en ángulo recto, casi con los pies plantados en el suelo. La perspectiva es extraña, con el depósito largo, recto y estrecho, y la culata sobresaliendo por sus costados, debajo de él, para que todo lo envuelva la forma curva, voluptuosa, de un carenado en fibra de vidrio. Un cuentarrevoluciones de fondo blanco con las cifras en negro se centra entre los dos semimanillares cromados.
Me agarro a ellos y Alejandro me anima a que pulse el botón de arranque. Tomo aire y aprieto el pulgar sobre el punto rojo. El sonido hace vibrar la chapa del tejadillo que nos cubre del sol mientras su música me envuelve para dejarme levitando en el tiempo. Ahora sí que termino de creerme mi papel, ahora sí que me siento como un piloto de los setenta.