Benelli 500 Corsa: Una MotoGP del 70, Tributo a Pasolini - Gas por Respeto
Article Index
Desde luego nadie va a poner ahora en cuestión el valor de cualquier piloto. Un piloto siempre lo ha mostrado, de una manera u otra, a lo largo de los tiempos, y ahora también, tampoco vamos a traer a este reportaje el manido tópico de “Tiempos pasados siempre fueron mejores”, pero no puedo dejar de pensar, después de pasar apenas a 90 por hora, más vertical que un centinela, por esa curva abierta de FK-1 –la única- lo que tuvo que ser hacer algunos virajes al doble de velocidad, o más, con el carenado y los escapes de esta Benelli rozando un asfalto que se antoja ahora como un adoquinado al lado del pavimento de cualquier circuito de 2014. Lo que tenía que ser pasar junto a los acantilados de Opatija con el mono de entonces –con la protección de poco más que una chaqueta de vestir de hoy día- rozando la roca y con la cara cubierta con un pañuelo bajo un casco que era poco más que una chichonera.
Después de la contrarrecta, corto gas y bajo una marcha. Entonces pongo especial atención en la magia que me envuelve. Con el sonido del motor reteniendo, puedo sentir el canto de cada pistón, y me dejo mecer luego por su música a medio tono, con el pelo del gas, en un vaivén sobre la larga serie de enlazadas que finalmente desemboca en la línea de meta. Entonces, cuando estoy rematando la parabólica que te deposita en la recta, se me plantea un dilema: Todo lo que me inspira esta moto es admiración y un respeto que raya casi en la veneración; por eso un simple arañazo sería inconcebible, una rotura no tendría cabida ni en la peor de mis pesadillas y una caída representaría mi condenación eterna como motorista. Por eso el respeto y la veneración, en un principio, se ven reflejados en la cautela y en una precaución; pero, por otro lado, ¿no representa una falta de consideración conducir pausadamente esta moto concebida, aunque haga casi medio siglo, para ganar carreras? ¿No es acaso una falta de respeto reprimir con mano indolente el brío, la garra que representan una casta extinguida, llevando este motor de gran premio a ritmo de scooter urbano? ¿No representaría casi un insulto conducirla por una pista a ritmo de moto-almuerzo? Sí, pienso que sí, que ni es de recibo, ni es respetuoso y ni siquiera es justo; así es que en cuanto remato la trazada de la parabólica y se empieza a abrir ante mí perspectiva el amplio panorama de la recta, enrosco el puño sin contemplaciones y trato de agazaparme tras la bóveda que forma la cúpula de la Benelli. El motor saca entonces todo su genio y parece desatarse sobre la pista una diabólica tempestad. Subo y subo de vueltas hasta que, al llevar la aguja sobre la línea roja, el grito abierto de la Benelli parece resquebrajar el aire. Cambio a la siguiente marcha y gas de inmediato, con todo el puño girado mientras los rostros asombrados de los improvisados espectadores que se asoman al muro quedan a mi lado como fotogramas impresos en una película que pasa a cámara rápida. Estiro la marcha y el muro se acaba, pero aún mantengo el motor en ascensión, gritando a cielo abierto; y tengo que mantenerlo así hasta el final, hasta ver cómo la redonda del fondo viene a por mí como la tierra a por al paracaidista, para en el último momento tirar de la anilla, tirar de la maneta. Entonces sí, después de cortar gas, al echar la mano al freno, siento cómo las mordazas han cogido su volumen dentro del tambor y la frenada se muestra consistente, llena, con suficiente potencia y con una inesperada precisión. Una marcha fuera, dos y otra vez el lamento nacido de las profundidades del tetracilíndrico. Suelto el freno, ya metido en la redonda y aún a buena velocidad, y la Benelli gira con sólo insinuárselo para llevarme a lo largo del viraje transmitiéndome la sensación de un carrusel corriendo sobre sus raíles. Es la marcha de los setenta sobre una pista de carreras, y una satisfacción me invade cuando por fin he logrado inhibirme y sentirla, al menos en un breve trance del circuito. Completo la vuelta y decido sin más retirarme a boxes. Es suficiente, ahora sí que no conviene dejarse arrastrar por la tentación, ya lo he sentido, ya he vivido un sueño en el pasado sobre esta Benellí tributo a Renzo Pasolini, me he emocionado y he vibrado sobre ella, y siendo así, a un quemado le resulta muy fácil calentarse y hacerlo sobre una reliquia así estimo que también representa una falta de respeto.
Aun me quedo un rato charlando con Alejandro mientras muestra su jovial entusiasmo en cada explicación que me da sobre el laborioso y costoso mantenimiento para tener su joya a punto en cada carrera de clásicas de ese nutrido campeonato, todo un lujo en los tiempos que sufrimos, que se disputa en Castilla León.
Ya de vuelta a casa, ese sonido, libre y salvaje, aún rondaba en mi cabeza como un signo de identidad del setenta para acompañarme durante todo el viaje. Un sonido abierto que se esparcía entre los bosques y las colinas de los circuitos, entre las tiendas de campaña y las furgonetas Transporter, y que me había envuelto esta tarde para llevarme a una época que hace unos cuantos años, antes justo del cambio de siglo, se nos antojaba a muchos irrepetible, después de vivir varias décadas envueltas por la acompasada estridencia de las dos tiempos, únicamente endulzada por el tránsito, fugaz y exótico, de la Honda NR 500 que pilotó Katayama y también Spencer. Pero entonces…, con el cambio de milenio, empezamos a escuchar en las pistas una amalgama de sonidos muy semejante a la que se vivió en 1974 y 75, una época en la que se aclaró la voz de las carreras hasta sonar aguda al unísono con el petardeo de los tabarros; pero a partir de dos mil se fue uniformando para volver al sonido limpio y profundo de los megáfonos, y las motoGPs trajeron de nuevo a las pistas esos gritos abiertos al cielo como el de esta Benelli 500 Corsa, tributo al venerado y llorado Renzo Pasolini.
Con nuestro Agradecimiento a Alejandro Fernández Mancebo de ServiMoto Center Cundo
Tomás Pérez