Calor en la sangre, corazón de hierro, de primera moto una Road King

Escrito por Howard el . Publicado en Kustom Kulture

El motivo por el que te compras una determinada moto o como te va con ella tiempo después siempre suscita interés. Pero es más apetecible si te lo cuenta alguien normal, como tú o como yo… bueno, los dos sabemos que no somos muy normales.

La vida está profundamente marcada por las decisiones que tomas, cada elección está definida por una serie de condicionantes y circunstancias. La libertad para muchos es que tus decisiones tengan como principal consejero al gusto, permitirte hacer lo que te gusta es uno de nuestros máximos anhelos. Siempre habrá quien critique tus pasos, cada crítico avinagrado es una oportunidad más para darte el gustazo de ignorarle. Howard tiene claros sus gustos, nació con el gen Kustom Kulture, sabía que había sólo un tipo de moto digno para su forma de entender las cosas. No pretende que lo entiendas, aunque seguramente si estás en este rincón grasiento lo más probable es que comprendas perfectamente su porqué de una Touring como primera moto.

Esta es su historia, la de un biker y sus reinas, de cómo su moto asume el paso del tiempo y los kilómetros y de cómo cumplir un pequeño sueño: vivir en Pamplona y viajar con ellas a su isla, Tenerife. (Sigue Leyendo).

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¡A tí te gustan los hierros!

Con esta afirmación, mis primos auguraban el camino que yo tomaría aún sin saberlo. Lo que si sabía era que a pesar de gustarme estar rodeado de ellos con sus vespinos, cada verano, con sus idas y venidas, sus historias de viajes a otra provincias y más tarde, pasados los años, de tener sus deportivas con las que volaban, no era lo que a mí me tiraba.

La afirmación sobre los hierros me intrigó los primeros años, pero no hizo más que reforzar mi convicción. ¡A mí me gustaban los hierros!

Ya con más años, adolescente aún sin la mayoría de edad, descubrí qué eran los hierros. A pesar de veranear en el pueblo de mi madre cada año, rodeado de chavales sobre dos ruedas, en mi lugar de residencia carecía por completo de los alicientes de la mecánica rudimentaria, gasolina y pandilla motorizada. Así pues, aunque en mi casa nunca hubieron otros vehículos que coches, ni mis progenitores mostraron interés alguno por la emocionante y peligrosa conducción de motocicletas, yo persistí en mi convicción: ¡A mí me gustan los hierros!

El estupor sobrevino cuando en mi pueblo, si un pueblo, montaron un concesionario de determinada marca de motos con motor en V provenientes más allá del charco. No daba crédito. Cada vez que iba al instituto o volvía de él, giraba el cuello sin perder detalle del pequeño y estrecho escaparate. Aún cuando iba andando por la acera, lo miraba. Pero no me detenía, ni me acercaba, ni entraba. Sentía que era algo que no estaba ni a mi alcance, ni era merecedor de ese privilegio.

Siguieron pasando los años y entonces sí, yo supe con más claridad que a mí me gustaban las Harley Davidson. Ya no eran hierros. Eran HD. Sólo. No sabía nada acerca de sus familias y modelos, pero si sabía de igual manera que cuando mis primos me decían lo de mi gusto por los hierros, que a mí me gustaban las touring. Aunque en ese momento tampoco supiera qué era una touring.

Ya con los estudios acabados y con mi primer trabajo, me fui del tirón y con ansia al nuevo concesionario que habían abierto cerca de la capital. El de mi pueblo pasó a mejor vida. Nada más entrar, con bastante reparo, voy al mostrador, casi sin mirar los modelos en exposición, por eso de no molestar o qué van a pensar, y trabo animada charla con un amable vendedor. En aquel momento, lo que mi nómina me podría haber permitido era una Superglide, pero por diferentes motivos que no vienen al caso, nunca llegué a ser dueño de una. Al finalizar la charla y, teniendo muy claro el dependiente lo que me podía permitir, le pregunto por una mastodóntica moto con tres luces frontales, pantalla y maletas que estaba sobre un majestuoso pedestal y destacaba por encima de los demás modelos. Tras más de media hora de conversación con el dependiente, me sentía más confiado y tranquilo. El amable vendedor me dijo bien claro: eso está fuera de tu alcance. Bueno, como dije más arriba, nunca llegué a ser propietario de la Superglide, y quedé con la convicción de que ciertamente, y como me temía, había cosas que estaban fuera de mi alcance.

Pasaron los años. Más de los que me habría gustado, y tras buscar mi destino por la piel de toro, ya medianamente asentado y con un trabajo mejor remunerado que aquel que me animó a solicitar presupuesto de una Superglide, tomé la decisión de no acabar los treinta sin moto. Había pasado mucho tiempo centrando mis esfuerzos en otros aspectos de la vida, pero durante ese tiempo, las revistas de motos ayudaban a mitigar mi pasión y a aumentarla, si cabe. Gracias a una de esas revistas, conocí todos los modelos de cada familia y sus diferencias y en un número con una comparativa muy acertada entre Heritage Softail Classic y Fatboy, vi la luz. Yo lo que quería era viajar. La Fatboy me quitaba el sueño, pero a igualdad de condiciones, salvando las diferencias estéticas, mi moto era la Heritage Softail Classic. No era un modelo propiamente de la familia touring, pero era lo que andaba buscando. Una moto equipada de serie para viajar y que fácilmente se podía desnudar para andar por ciudad.

Así que con gran determinación y ya sin pensar que estaba fuera de mi alcance, comencé a planear el momento justo en que poder hacer frente a las mensualidades que me quedarían por afrontar. En esos meses que estudiaba cómo encajar la compra, la luz se hizo una vez más y me dí cuenta que si no había sido mía aquella primera Superglide y había esperado tanto, debía ser más perseverante. Analicé las diferencias de precios y le hice caso al corazón, pues como ya sabía hace tiempo, yo era carne de touring. Además, las maletas de fibra con su cerradura, aumentando la superficie pintada de la moto, me parecían de lo mejor.

Con todo esto, el momento llegó y mi primera moto fue, y es, una FLHR Road King 2007. Hasta ahora, mi primera y única moto.

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Una temeridad, me han dicho algunos. Otros asienten confirmando que hice bien al perseguir mi sueño. El caso es que sin haber llevado moto nunca antes, no, nunca antes, me iba a enfrentar a una pesada mole de hierro. Algo si me preocupaba, para que engañarnos, y aunque tenía el carné hace años, estimé prudente alquilar una moto y practicar antes de ir al concesionario a recoger el objeto de mis desvelos el día que tanto había esperado.

Aunque ya había ido por el concesionario a verla, desde que llegó hasta que la matricularon y me la entregaron, no había montado en ella. Rollo supersticioso, creo. El dependiente que me la entregó se deshizo en explicaciones para dejarlo todo claro, pero no me enteré de nada. Estaba alucinando. Por fin era mía, y en cuanto callara el vendedor, la arrancaría, la montaría y la poseería. Entonces, cuando concluyó el recital de instrucciones, ocurrió. La arranqué y partí.

El primer tramo por la acera, delante del concesionario, se me hizo como ir de Cádiz a Coruña. Pasé por delante de mucha gente, la sonrisa no me entraba en la cara y aún así la concentración era máxima. Cómo amenazaba con irse al suelo ante cualquier descuido.

Pesada y bien plantada.

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Ya en la calle, subiendo marchas, el tema cambió. No me pareció perezosa a pesar de su volumen y peso. Otra cosa era llegar a los semáforos y plantar los pies en el suelo a tiempo. Tardé en acostumbrarme y casi siempre libraba la caída de la moto en el último momento. Visto de atrás por los coches tendría que ser cómico y patético.

Ese primer día, a pesar de mis esfuerzos por intentar evitarlo, se fue al suelo en parado. Imposible haberla aguantado. Una vez libera el punto invisible de equilibrio, ahí va. No hagas nada por aguantarla porque de lo contrario, aunque evitas un golpe rudo de la moto contra el suelo, tu espalda y piernas te lo agradecerán.

Después de ese día vinieron más caídas en parado; gracias ingenieros de HD por esas fabulosas defensas laterales. Costaría hacerse con la burra. Y eso que a pesar del tamaño y peso, después de todos estos años, tengo clarísimo que es cuestión de maña. Vamos, de experiencia, de la que yo precisamente no tenía ninguna por aquella época.

Pues todo tendría que venir. Poco a poco y con paciencia. También vinieron las primeras salidas en grupo, con otros que si llevaban años con motos y sabían rodar. vaya si sabían rodar.

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Hasta entonces yo iba en la gloria con mi pedazo de moto. Sin saber muy bien qué llevaba entre las piernas. No era consciente que no frenaba, ni que tenía deficiencias en el diseño del chasis, ni que la suspensión trasera neumática era deficiente según qué velocidades y exigencias, ni que los neumáticos eran duros, ni que había que remapear, ni nada de nada.

Fue hablando con otros moteros con experiencia cuando empecé a notar carencias, por así decirlo, en mi moto. No me decepcionó lo más mínimo. Al contrario que muchos que creen que han sido engañados por lo que han pagado, yo sólo vi una manera de poder relacionarme más con la moto y mejorarla a mi gusto. Hasta ese entonces, mi moto frenaba, corría lo suficiente para lo que yo quería, los neumáticos iban perfectos para los pasos de curva que podía permitirme y la estabilidad del chasis seguía siendo una incógnita para mí.

Con esas primeras salidas en grupo, obligado a mantener cierto ritmo, me tocó aprender cómo mover correctamente la moto en curvas reviradas, frenar correctamente y llegar a casa cansado, pero satisfecho por haberlo hecho mejor que la vez anterior. He de decir, que cuanto más pasa el tiempo y más kilómetros le hago, no voy a descubrir nada nuevo, más se mejora la simbiosis entre mi moto y yo mismo.

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Llegaron los primeros viajes largos y las primeras experiencias propias de ellos. Los primeros chaparrones torrenciales de la gota fría de Levante, las primeras noches heladoras de agosto subiendo Guadarrama y rodando por el norte. Pero siempre, los hice sin echar en falta nada. Ni un problema, ni una preocupación. Todo disfrute y kilómetros.

Según pasaba el tiempo y la moto iba aumentando la cifra del cuentakilómetros, fui conociendo más gente y sabiendo más acerca de mi modelo. Así, conseguido el objeto del deseo, los dioses planearon esta vez castigarme y reírse de mí cuando nuevas preocupaciones venían a mi cabeza. Tengo que cambiar los escapes.

Tengo que cambiar el filtro de aire.

Tengo que remapear.

Hay que ver qué suspensión más blanda. Y un largo etcétera que aún no ha terminado de perturbar mi tranquilidad. Aunque tampoco me estresaba. Según iban cascando componentes, los reemplazaba por otros de mejores prestaciones. Así pasó con los escapes y con la suspensión trasera. Aproveché cuando dieron señales de fatiga y le puse unos Kerker de Supertrapp con las chulísimas Fish-tail y para la suspensión trasera, quité el sistema de origen y le puse unos HAGON.

A partir de aquí, siempre ha sido un quiero y no puedo. De momento, voy cambiando componentes cuando el resto de inversiones que requieren este invento llamado vida me lo permiten. Así, a día de hoy y habiendo contado con el viejo truco del trueque, he podido cambiar bastantes piezas y tengo la moto a punto.

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Además de los silenciosos Kerker y la suspensión trasera HAGON, también le he montado el Touring Link de Progressive Suspension, muelles progresivos HAGON en la horquilla, manguitos metálicos Goodridge para mejorar la frenada, filtro de aire S&S, pastillas de freno FERODO y HBC, kit de piñones S&S para sustituir el original que va con cadena y tensores en la distribución, remapeo de centralita con TECHNORESEARCH, y desde que los descubrí, neumáticos AVON Cobra.

Es pues una situación de equilibrio en la que estoy ahora mismo. La moto ya tiene 113 mil kilómetros, y salvo un pequeño incidente que me dejó tirado en mitad de la estepa burgalense por un corto en una parte del cableado, la moto va como un tiro. En carretera está en su salsa. En ciudad, ya desde el principio, se le atragantan las marchas cortas e ir a punta de gas. Es un motor gordo al que le gusta trabajar.

Aunque ahora le hago en proporción el 98% de los kilómetros por carretera y en largos viajes, en mi anterior residencia por el Levante, hizo un buen porcentaje en mixto con un comportamiento impecable.

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Como la meteorología de la zona donde vivo ahora te obliga en invierno a elegir muy cuidadosamente los días que sales a rodar, cuando llega el buen tiempo (término infrecuente tan al norte), el verano, sólo me rondan la cabeza largas cabalgadas, que curiosamente sólo me han llevado más allá de Pirineos por la zona sur de Francia. Casi todos los kilómetros son producto nacional. Aunque le tengo muchas ganas a nuestros vecinos de más arriba, siempre se me ocurre un destino o ruta por la piel de toro que creo que es prioritaria frente a otras opciones. Con la moto cargada hasta los mismísimos topes, ya hemos rodado por toda Castilla y León , la zona centro del país, el litoral levantino desde Andalucía hasta Cataluña, la cornisa cantábrica desde Pirineos hasta Costa da Morte, y muchas rutas más por las zonas en las que hemos vivido o tenemos amigos que hemos ido a visitar.

A pesar de tener la moto mecánicamente donde quiero, la electrónica juega por libre y es tan caprichosa que ha conseguido desesperarme hasta extremos insospechados. Los dioses me han tenido a su merced y decidieron prolongar la batalla entre los microchips y PCB, contra mí y mi salud. Encontraron un filón fastidiándome cada poco con tironcitos, fallitos tontos o averías fantasma que los mecánicos no encontraban.

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De cualquier manera, no he dejado de hacer kilómetros y rodar. Eso sí, el placer en algunos viajes, llegaba cuando ya de regreso a casa, había ido, disfrutado en destino y vuelto al hogar. Un placer en retrospectiva. De esos que te dibujan una sonrisa bobalicona en la cara recordando que todo fue bien a pesar de la insistencia de los dioses y los microchips, sensores y switchs por consumirte la moral con amenazas infundadas de una posible avería. Esos ratos, ya en el sofá de casa, hacían más valiosa la aventura, aunque durante las horas sobre la moto la cabeza analizara como un microprocesador cada tirón, extraño de la moto por culpa del pavimento, ruido nuevo que no conocías y demás insignificancias que no eres capaz de obviar.

Así estuve casi tres años. Con una avería fantasma que costaba localizar. Pero al final parece que le dimos matarile a la impertinente. Menos mal.

Creí que ya no podría rodar con la cabeza abstraída en sus propios pensamientos o gozando del paisaje. O simplemente sin pensar en nada, metiendo el hierro en cada curva, una tras otra. Aún así, recién solucionado el problemilla, con el verano ya mediado y las vacaciones planificadas, había que ponerse en marcha. No quedaba tiempo para seguir probando si la avería había sido completamente reparada. Esto de tener una avería electrónica de categoría fantasma, ahora

si, ahora no, hasta que no hagas medio millón de kilómetros, no te quedarás tranquilo y afirmarás que ya está solucionada. Por lo que con los billetes de barco ya cogidos hacía meses y el aguante con las tontadas electrónicas mermado hasta la reserva, había que irse.

Vámonos. A Tenerife.

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Este año, después de haber meditado mucho sobre la posibilidad, nos decidimos por ir en moto a la isla que me vio nacer. Desde que abandoné la residencia de mis progenitores, hace ya unos 16 años, siempre que he vuelto de visita he imaginado cómo sería rodar por esas carreteras que tan bien conocía. Subir a Las Cañadas del Teide, ir a Punta Teno, a los Gigantes, ... Pues por fin puedo decir que he ido a Tenerife en moto. Previo embarque en Huelva, claro.

Aunque la distancia, unos mil kilómetros entre Pamplona y Huelva, se pueden hacer en una jornada sin padecer demasiado, el viaje de bajada lo tenía planificado en tres etapas. Decisión tomada a raíz de los famosos problemas electrónicos, para poder rodar en días laborables y en caso de incidente, tener días de colchón y la opción de encontrar talleres o concesionarios abiertos. Además de poder hacer algo de turismo por Sevilla y Huelva.

Esta decisión fue de lo más acertada, ya que incluso el primer día de viaje tuve que pasar por el taller a que cambiaran un componente de la inyección, con la moto ya cargada y todo.

Por suerte hicimos el viaje sin más contratiempos que la súbita aparición de un agujero en el tubo de compensación del colector de escape. Por lo que el día del embarque estaba satisfecho por cómo se había dado el viaje y no haber tenido que subir la moto al barco en grúa. Por desgracia para otro motero no fue así. La embarcó en grúa después de que su motor decidiera pararse allá por Granada. Una lástima.

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Fue gracioso intercambiar alguna opinión con el resto de moteros que embarcaban. La mayoría, si no todos, canarios. Es normal, imagino, pues rodar por las islas es muy limitado y si tienes tiempo y dinero, lo lógico es embarcar rumbo a la Península en las vacaciones. Pero uno de ellos se sorprendió cuando entendió, que aunque soy canario, resido en la Península y ese viaje a Tenerife no era de vuelta de las vacaciones, sino el comienzo de ellas para rodar por mi isla. Y eso fue lo que hicimos al llegar a destino. Disfrutar como nunca habría imaginado, viendo todo por primera vez desde la visera del casco. Increíble.

Ya sabíamos que todos los días no íbamos a rodar en moto, pues la familia, amigos y demás compromisos a veces hacen necesario moverse en coche, pero las rutas estaban claras, con la etapa reina coronando el cielo de la isla. Aunque ha sido muy especial rodar por mi tierra natal, la ruta por el Macizo de Anaga fue mágica y el día que pasamos rodando por las faldas del Teide, inimaginable e irrepetible. No se puede pedir más de ese viaje. El día estrella, en el que subimos a ver el Teide, salió claro como pocos, sin brumas ni nubes, en el que disfrutamos subiendo hacia Las Cañadas por La Esperanza, viendo en todo momento la fabulosa silueta con forma de seno que es el Teide. Llegar a lo alto, parar la moto y sacar la foto que tantos años había imaginado, fue todo muy rápido, casi un parpadeo. Aunque recuerdo muchos detalles, se hizo corto. Querría haberme demorado más, pero también quería devorar los kilómetros de carretera de ese paisaje lunar y llegar a otros parajes. A otras vistas. A otras coladas de lava volcánica.

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Si la subida fue especial y espectacular, la bajada por la cara oeste, hacia el acantilado de Los Gigantes, no fue menos. La primera sorpresa al comenzar a bajar fue ver la silueta clara y definida de otra isla en mitad del mar. La Gomera. Muy cerquita. Pero en cuanto miramos más allá, descubrimos que igualmente claras y bien definidas, se veían La Palma, bastante habitual, y El Hierro, esta última mucho más difícil de ver si la atmósfera no está completamente limpia. Aún quedaban kilómetros para acabar el día y otras vistas que disfrutar, pero la visión de las tres islas perfectamente claras fue un regalo que no esperábamos.

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Pasaron los días y las vacaciones se acabaron. Tocaba embarcar de nuevo y poner rumbo al norte del norte. El viaje en barco de vuelta hacia Huelva fue menos emocionante que la ida. Aún quedaban kilómetros por delante y una parada importante en Córdoba. Pero aunque la capital de La Mezquita nos pareció fabulosa, no era lo mismo. Ya habíamos cerrado el diario del viaje. Disfrutamos de las horas que pasamos paseando por la judería, refrescándonos con maravillosas cañas, pero siempre nos venía a la memoria esos días recientemente pasados. Esa fabulosa ruta por la isla y esos paisajes vistos sobre dos ruedas.

Hemos tachado una línea de nuestra larga lista de destinos para hacer en moto. Satisfacción plena. La moto se ha portado como una campeona. A pesar de mis neuras buscando fallos donde no hay y oyendo ruidos que no tiene, no tuvo un sólo amago de avería. El concienzudo mantenimiento que le hago y la casi completa certeza de haber zanjado de una vez por todas el asunto electrónico, parece que me deja de nuevo con la moto preparada para otros ocho años y muchos más kilómetros por hacer.

La elección de la moto y la espera, valieron la pena.

Texto: Howard

Fotos: Howard y Xuxa