Wayne Gardner: Con la misma fuerza de siempre
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Hace algunas semanas llevamos hasta nuestro programa de radio la grabación que contiene esta entrevista. Ahora, siguiendo la línea, un tanto literaria, que marca la trayectoria de Super7moto la traemos hasta nuestros lectores con la forma de un diálogo integrado en un relato (Sigue Leyendo).
La Puerta del Ángel veía el paso bajo su umbral de un desfile continuo, presagio de la concurrencia sobre dos ruedas que tendría que cruzar, esta vez en coche, ¡qué le vamos a hacer!, a lo largo del tramo de la Casa de Campo que atravesaría y que me dejaría en su Palacio de Cristal, convertido aquella tarde de sábado en un auténtico hervidero de motoristas, apasionados de la moto, cazadores de autógrafos y curiosos que se dejaban caer para pasar la tarde viendo motos novedosas y espectaculares o, quién sabe, tal vez algunas de las modelos que posaban sobre ellas.
Ya desde la calle se escuchaba el murmullo que escapaba por el vomitorio de un pabellón concurrido en alguno de sus corredores como los del metro en la hora más congestionada. Lo cierto es que llegaba con la hora justa a la que me habían citado, una prisa que me obligó a sortear el público embelesado con la muestra, como un scooter atravesando el atasco más denso de la mañana. Por fin alcancé con la vista el stand número cien, y antes de reconocer a la estrella de esta entrevista, mi atención quedó atrapada por un rostro más que familiar para mí. David Navarrete, compañero en el periodismo de la moto, sentado a una mesa conversando con un señor de cabello plateado y unas gafas de montura negra y estilo un tanto vintage, sobre unos ojos claros que destellaban el fulgor propio de un reactor de cobalto. Sí, y me quedé preguntándome quién sería aquel señor de fuego halógeno en la mirada.
Aún tardé diez segundos más en reconocerle, y eso a pesar de habérmelo encontrado varias veces en la actualidad por los boxes de nuestro CEV. Despistado de mí, un campeón del mundo de 500, en vivo y en directo, apenas a cuatro metros y no soy capaz de reconocerlo.
Localicé con la mirada a la responsable de prensa y me acerqué a preguntarle. Ella me informó de que las entrevistas iban con retraso, de que aún me quedaba media hora, por lo menos, hasta que llegase mi turno. Un tiempo que me vino muy bien para relajarme mientras me daba un paseo entre tanta novedad.
Así pues, distendí la mente, distraje la vista y únicamente hice una puesta en escena mental para sentarme a hablar con aquella figura, que representaba algo así como una especie de héroe de cómic de mi vida adulta. No llevaba ningún cuestionario preparado, ningún guión diseñado: No haría falta, no me cabía la menor duda de que la conversación cubriría sobradamente los diez minutos concedidos con absoluta fluidez, con toda naturalidad, porque estaba seguro de que me iba a encontrar con un auténtico apasionado de la moto. Y no sólo no me equivoqué, sino que me quedé corto, bastante corto.
De regreso al stand número cien, no sé muy bien cómo entablé conversación con una mujer que, por pura intuición, relacioné de alguna forma cercana con nuestra estrella. Era Begoña, que finalmente resultó ser su pareja actual y que se ofreció, además, a hacer las veces de traductora para nuestros oyentes del programa de Super7 en la radio.
Por fin acabó la entrevista que precedía mi turno y descubrí a nuestro protagonista devorando un sándwich mixto, para aliviar precariamente un ayuno obligado por el compromiso, bien entrada ya la hora de la sobremesa. Le hice un gesto y le dejé caer un comentario ante su expresión de cierto apuro, para que se tomase un respiro, con mi promesa añadida de que nuestra charla sería de sólo diez minutos. Finalmente nos sentamos a la mesa con la amplia sonrisa de Begoña enfrente de los dos, lista para hacer de intérprete. Él me miró, esperando que iniciase la entrevista, y, en ese momento, un cóctel de sentimientos brotó con fuerza emergente justo desde el centro de mi estómago, como el vapor repentino que levanta la tapa de una violenta ebullición. La emoción, la ilusión, el dubitativo nerviosismo y, sobre todo, como fondo, la plácida seguridad de vivir un momento sublime, me recorrieron todo el cuerpo como una fluida vibración.
Estaba frente a frente con Wayne Gardner. El piloto todo fuerza, todo coraje y todo corazón proyectaba sobre mí la incontenible energía de su mirada, esperando a que arrancase la conversación. Tan sólo fue un lapso, una sola fracción sobre el segundero, pero puedo dar fe al lector de que ése fue uno de esos instantes en los que el tiempo se dilata como un lingote de metal al rojo, uno de esos momentos en los que nuestra propia existencia nos da una muestra viva de la teoría de la Relatividad. Aún ahora, al escribir estas líneas semanas después, parece que se prolonga todavía.