NADA PARECE HABER CAMBIADO

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t sigue igual reducida

Una reflexión sobre el lugar que ocupa el motorista hoy día en nuestra sociedad, cuando durante mucho tiempo se vio tradicionalmente envuelto por un halo de marginalidad y relegado al rincón del pariente pobre de la carretera. Cómo parecen seguir viéndonos muchos miembros de nuestra sociedad.





Tras unas décadas -los sesenta y los setenta, y también una parte de los ochenta- en las que el motorista era simple y forzosamente el pariente pobre de la carretera, la aparición de algunos modelos potentes, llamativos y sustancialmente caros –aún recuerdo cuando rebasamos la barrera de las mil pesetas por centímetro cúbico- hizo pensar a nuestro colectivo que poco a poco ganaba categoría, o mejor dicho, alcanzaba la misma dignidad de los otros, de los que con cuatro ruedas pisan la vía pública. Así ha vivido un servidor, sumido en esa ingenua creencia de que nos había abandonado definitivamente ese halo de marginalidad que nos había señalado durante muchos lustros, de que dejábamos para siempre ese escalón secundario en el escalafón vial.
Parece ser que no es así.

Sí, ciertamente, en los últimos tiempos el que suscribe ha ido encontrándose en una serie de situaciones que le han mostrado con descarnada claridad cuál sigue siendo el sitio del motorista, a pesar de lo que muchos creyesen, para una buena parte de esta sociedad en la que convive. Éstas son sólo algunas de ellas.


Se hallaba el que firma este artículo en una calle solitaria, vuelto de espaldas a la calzada, con el casco cogido en la mano y junto a su moto, cuando escuchó detenerse tras de sí un motor mediano de gasoil y superpuesto a su ralentí una voz de tono soez y deje suburbial que le decía:

-¡Oye! ¿Dónde está la calle Tal? –sin el debido saludo. Por supuesto.

Ante la más absoluta indiferencia del motorista, el sujeto del furgón insistió con un punto más de volumen en la voz y uno menos de respeto en el tacto.

-¡Eh, oye! ¡Joder! ¿No sabes dónde está la calle Tal?

Al que os escribe no le quedó más remedio que volverse y ofrecerle una mirada oblicua con el más seco de sus gestos grabado en el rostro, que el que lo conoce mínimamente puede dar fe de que alcanza su objetivo como una andanada de saetas.

Es esa ocasión el tipo captó el mensaje.
Pero hubo otras.


Recientemente, ese mismo que escribe tuvo el privilegio de ser invitado por Radio Nacional a participar en un programa cultural para aportar el particular ángulo de visión que la moto da la literatura; y no se le ocurrió otra cosa que eso: que presentarse allí, a la entrada de los estudios, conduciendo moto.
Al llegar con ella al primer control de seguridad, encontró el síntoma inequívoco que destapa el tema que estamos tratando: El tuteo directo y preconcevido, y a continuación la pregunta obligada en esos puestos. Por supuesto también sin previo saludo.

-¿Qué traes, algún paquete?
-Pues no señor –con humildad-. No traigo nada: Vengo a una entrevista.
-Bueno. Deja la moto allí –señalando un aparcamiento- y pasa por esa puerta.

Una vez franqueada “esa puerta” con el casco en la mano y la chupa de cuero puesta, el motorista encontró el segundo control. Esa vez le ascendieron en el tratamiento y además le saludaron.

-Buenas tardes. ¿Qué trae, algún paquete?
Le respondió negativamente y el vigilante reaccionó.
-Ah, bien. Pase por aquí –señalando a un mostrador-, que mi compañera le tomará nota.

El motorista procedió y, tras dar las buenas tardes, la compañera del anterior le pidió el D.N.I. y también la referencia del estudio al que iba. El motorista le dio la planta y el nombre del programa cultural. Pero, al parecer, no fue suficiente y la encargada de seguridad le repitió entonces la misma pregunta, eso sí, redactada esa vez de una forma desconcertante.

-¿Dónde tiene el paquete?

El motorista contuvo la lengua para eludir la respuesta facilota. Entendió que ella era una señora o señorita y que él el invitado de un programa cultural. Entendió , por tanto, que aquella respuesta no era apropiada, aunque la circunstancia, más que ponerla en bandeja, la hacía ineludible.

Aun el motorista tuvo que esforzarse después en sus explicaciones hasta que por fin la empleada del control comprendió que no era un repartidor –profesión digna como la que más, dura y por lo general mal pagada como pocas-. Finalmente, con un tono de asombro y quizá también de disculpa, le devolvió el DNI.


Otro episodio, tal vez el más distintivo de este asunto, el que marca con mayor claridad ese halo de marginalidad que vuelve a recubrirnos o ese descenso a la división subsidiaria de la carretera. Tal vez sea esta situación la que nos diga que aunque la mona se vista de seda…

Bien.
Con una periodicidad más o menos regular, el motorista que os escribe debe pasar a menudo delante de la barrera de seguridad que controla el paso a una urbanización privada.
Cuando nuestro motorista alcanza esa barrera yendo a bordo de su coche y pulsa el botón del interfono. La voz metálica que se escucha a través de los agujeros que taladran la placa le saluda de una forma mecánica y le pregunta cortésmente:

-Buenas tardes. ¿Adónde va, por favor?

El motorista da a través de la ventanilla de su coche un nombre o una dirección y la barrera se abre pocos segundos después.
Otro día, nuestro motorista llegó en su moto a la misma barrera, pulsó el botón y escuchó directamente:

-¿Adónde vas?

No falla, ha contrastado sobradamente la correspondencia en las respuestas, con el coche y con la moto, a todo el turno completo de vigilantes que controlan ese paso. Sin embargo, lo más sorprendente y tal vez revelador de todo lo encontró el día que se plantó anta esa misma barrera con el coche y el remolque enganchado a él. Ese día cargaba dos motos de carreras e iba acompañado por su amigo JP, que conducía el coche por alguna casual razón.
Nuestro motorista se preguntaba cómo reaccionaría esa vez la voz del interfono y se le ocurrían varios chistes a propósito. Y, efectivamente, así fue la reacción que oyó: De puro chiste.

JP pulsó el botón y escuchó un saludo de buenas tardes; pero a continuación no dio tiempo dio tiempo a la siguiente pregunta del vigilante y directamente le mencionó la dirección. Pasaron unos segundos con la barrera bajada y lo único que cabría esperar es que se abriera sin mediar más palabras; sin embargo, un instante antes de elevarse, escucharon claramente a través del aluminio agujereado cómo la voz les decía con aquiescencia:

-Anda, pasad.


Es evidente: Nada ha cambiado para muchos.

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